WINONA
 Yo por entonces había conocido a la adolescente más tierna del mundo y me entusiasmé con ella, olvidando a todo ser vivo —planta, animal o persona— que se movía a mi alrededor. Vestida con jeans, poleras y zapatillas altas; de pequeña estatura, cabello corto y cuerpo delgado, esta chiquilla cuando sonreía era idéntica a Winona Ryder, y se la pasaba riendo para que todos la engrieran. La conocí en un museo, cuando de la revista en la que trabajaba me enviaron a cubrir la primera exposición del pintor Kawide, y en vez de tomar fotos a los cuadros recién inaugurados, estuve sacándole imágenes a Winona, que se prestaba para el chongo y posaba, divertida, mostrando sus mejores ángulos.
Yo por entonces había conocido a la adolescente más tierna del mundo y me entusiasmé con ella, olvidando a todo ser vivo —planta, animal o persona— que se movía a mi alrededor. Vestida con jeans, poleras y zapatillas altas; de pequeña estatura, cabello corto y cuerpo delgado, esta chiquilla cuando sonreía era idéntica a Winona Ryder, y se la pasaba riendo para que todos la engrieran. La conocí en un museo, cuando de la revista en la que trabajaba me enviaron a cubrir la primera exposición del pintor Kawide, y en vez de tomar fotos a los cuadros recién inaugurados, estuve sacándole imágenes a Winona, que se prestaba para el chongo y posaba, divertida, mostrando sus mejores ángulos.—¿Eres pariente del pintor? —le pregunté.
Ella negó con la cabeza.
—Soy su modelo —dijo, y soltó la carcajada.
Nunca llegué a saber realmente qué hacía ahí. Conversamos toda la noche, sorprendiéndome que no me despegara de ella (única adolescente en una sala de jóvenes y adultos) y fuera a hablar con otras personas. Su risa definitivamente era el gancho, y el hecho también de que se desenvolviera tan suelta de huesos como si nadie la viera, o como si le importara tres pepinos que la vieran haciendo gestos y actitudes demasiado llamativas.
—¿No deberías estar en tu casa haciendo tus tareas escolares? —le pregunté.
Y recibí como respuesta el primer pellizco del buen surtido que recibiría en los meses posteriores. Siendo el lunar de esa noche artística, Winona se sentía la muñeca a la que todos debían adorar y perdonarle sus malcriadeces, y mientras hablaba con ella no podía quitarme de la mente el viejo dicho de que, quien con nenas se acuesta, amanece mojado. Pero también pensé que solo la vería esa noche, así que disfruté de su compañía sin la malicia que solía invadirme cada vez que abordaba a una mujer. El redactor con el que había venido, me miraba de lejos totalmente enojado (no sé si por no haber tomado las suficientes fotos o porque a él nadie lo acompañaba), y se puso peor cuando me hizo una señal para volver a la revista y yo le dije que iría más tarde. Atrapado por Winona, me quedé hasta que las luces del salón comenzaron a apagarse, y tuve que acompañarla al paradero mirándola gustoso cómo se expresaba.
—Pareces toda una intelectual —le dije—. ¿Estás segura que tienes catorce?
—Según mi partida de nacimiento, claro que sí. Lo que pasa conmigo es que a mí me aburre la gente de mi edad y por eso prefiero estar con personas mayores que yo.
Eso lo comprobé días después, luego de darme su teléfono y dirección, y haberme invitado a una reunión en su casa donde convocaba a un grupo de pintores, todos adultos, que hablaban hasta por los codos en torno a una mesita con tazas de café. Me sorprendió cómo Winona había logrado reunir a esta fauna artística en su casa, y la respuesta era que ella tenía un tío en la embajada peruana de Francia, laborando en la agregaduría cultural, y allí definitivamente todo el mundo quería irse a París.
Winona se mofaba un poco de ellos, aunque también los estimaba, de igual modo que estos la consideraban a ella, a quien veían como la chiquilla lúcida y singular que se adelantaba a su época, sobre todo un gordo cuarentón que hablaba más de la cuenta y que estuvo enamorándola por teléfono. «El imbécil quería que fuera a su casa a posar para un cuadro», me contaba, sin reírse. Entonces tuvo que disolver el grupo (para lástima de sus padres, quienes con estas reuniones podían mantenerla quieta en casa) y los pintores volvieron a sus limbos individuales. Winona se aferró a mí, no me dejó en paz, y por un tiempo fui su paño de lágrimas, su compañero de ruta, su confesor. No tenía amigas, todas sus compañeras de colegio, según ella, la odiaban; vivía en sí misma, en un mundo propio hecho a su medida, y como no podía estar tranquila se paraba escapando del colegio y de su casa. A los padres los tenía en ascuas. Volvía a los tres o cuatro días como si hubiera salido a comprar pan, tan fresca y confianzuda que su madre no se aguantaba más y la zarandeaba de las mechas. ¡Cuántas veces enjugué sus lágrimas, en noches de rehuida luego de haber huido de su casa; y cuántas, para compensarme, ella se abría de brazos para que fuera yo el primero en hacerla mujer! A mí no me faltaban las ganas; es más, hasta ya había comprado varias tiras de condones; pero a la que en verdad quería desvirgar era a otra, así que solo le daba besos franceses y la acariciaba como pulpo, antes de devolverla a su casa de un palmazo en el trasero.
Carlos Rengifo, Textos sueltos.




 Sumire era una romántica incurable, era intransigente, cínica y, dicho con un eufemismo, una ingenua. Cuando empezaba a hablar, no callaba, pero ante personas con las que no congeniaba (en suma, ante la gran mayoría de los seres humanos que conforman este mundo) apenas abría la boca. Fumaba en exceso y, cuando cogía un tren, siempre perdía el billete. Si se le ocurría alguna idea, incluso se olvidaba de comer, estaba delgada como un huérfano de guerra de esos que salen en alguna película vieja italiana, y sólo su mirada mostraba cierta inquietud y vivacidad. Más que explicarlo con palabras, lo mejor sería, si la tuviera a mano, mostrar una fotografía, pero, desgraciadamente, no tengo ninguna. Detestaba con todas sus fuerzas que la fotografiasen y tampoco abrigaba el deseo de legar a la posteridad un «retrato del artista adolescente». Si tuviera una fotografía de la Sumire de aquella época, ésta sería, con toda seguridad, un documento único sobre uno de los ejemplares más peculiares de la especie humana.
Sumire era una romántica incurable, era intransigente, cínica y, dicho con un eufemismo, una ingenua. Cuando empezaba a hablar, no callaba, pero ante personas con las que no congeniaba (en suma, ante la gran mayoría de los seres humanos que conforman este mundo) apenas abría la boca. Fumaba en exceso y, cuando cogía un tren, siempre perdía el billete. Si se le ocurría alguna idea, incluso se olvidaba de comer, estaba delgada como un huérfano de guerra de esos que salen en alguna película vieja italiana, y sólo su mirada mostraba cierta inquietud y vivacidad. Más que explicarlo con palabras, lo mejor sería, si la tuviera a mano, mostrar una fotografía, pero, desgraciadamente, no tengo ninguna. Detestaba con todas sus fuerzas que la fotografiasen y tampoco abrigaba el deseo de legar a la posteridad un «retrato del artista adolescente». Si tuviera una fotografía de la Sumire de aquella época, ésta sería, con toda seguridad, un documento único sobre uno de los ejemplares más peculiares de la especie humana. El rumor del agua golpeando el cristal de la ventana le conmueve, quizás esta sea la última vez que lo escuche. Algunas gotitas caen sobre el alféizar y, por un instante, Cecilia recuerda sus correrías bajo la lluvia, calándose hasta los huesos y corriendo como una loca por las aceras de la ciudad: la naturaleza golpeándola con su furia cariñosa, y ella disfrutando de cada gota lanzada contra su piel.
El rumor del agua golpeando el cristal de la ventana le conmueve, quizás esta sea la última vez que lo escuche. Algunas gotitas caen sobre el alféizar y, por un instante, Cecilia recuerda sus correrías bajo la lluvia, calándose hasta los huesos y corriendo como una loca por las aceras de la ciudad: la naturaleza golpeándola con su furia cariñosa, y ella disfrutando de cada gota lanzada contra su piel. pour toi, mon cher salaud
pour toi, mon cher salaud



 Recorrer una rayuela implica
Recorrer una rayuela implica Convenía tener limpia la casa, levantarse temprano, no llegar pasadas las diez de la noche. El cuarto en el que habitaban era pequeño, pero entraba la luz lo suficiente como para verse las caras. Ella se adelantaba con las tazas de té y servía; la abuela la dejaba hacer observándola desde un rincón. Aplastada en la cama, simplemente dirigía los movimientos. Que se hiciera la loca, no era problema de nadie. Al fin y al cabo estaba en su derecho. Las manos frágiles que alguna vez le sirvieron para lavar ropa y manipular ollas ajenas, ahora tenían otro propósito: acopiar mercancía. Y solía hacerlo todos los viernes por la mañana, apenas abría los ojos, sorbiendo el té caliente que ella le alcanzaba. «Esto se lo llevas al Manotas», dijo, una vez armado el paquete con los envoltorios que ocultaba debajo del colchón. «Será por la tarde porque ahorita me voy con la China a la playa», dijo ella. «¡No me jodas!», estalló la abuela. «Primero haz el mandado y después te puedes ir a la mierda si quieres». «Pero tú me dijiste...», se quejó ella. «¡Nada! Necesito ese billete al toque —la abuela escupió hacia un costado—. Ni que te fueras a la punta del cerro, carajo».
Convenía tener limpia la casa, levantarse temprano, no llegar pasadas las diez de la noche. El cuarto en el que habitaban era pequeño, pero entraba la luz lo suficiente como para verse las caras. Ella se adelantaba con las tazas de té y servía; la abuela la dejaba hacer observándola desde un rincón. Aplastada en la cama, simplemente dirigía los movimientos. Que se hiciera la loca, no era problema de nadie. Al fin y al cabo estaba en su derecho. Las manos frágiles que alguna vez le sirvieron para lavar ropa y manipular ollas ajenas, ahora tenían otro propósito: acopiar mercancía. Y solía hacerlo todos los viernes por la mañana, apenas abría los ojos, sorbiendo el té caliente que ella le alcanzaba. «Esto se lo llevas al Manotas», dijo, una vez armado el paquete con los envoltorios que ocultaba debajo del colchón. «Será por la tarde porque ahorita me voy con la China a la playa», dijo ella. «¡No me jodas!», estalló la abuela. «Primero haz el mandado y después te puedes ir a la mierda si quieres». «Pero tú me dijiste...», se quejó ella. «¡Nada! Necesito ese billete al toque —la abuela escupió hacia un costado—. Ni que te fueras a la punta del cerro, carajo».
 Vivir en esta sociedad significa, con suerte, morir de aburrimiento; nada concierne a las mujeres; pero, a las dotadas de una mente cívica, de sentido de la responsabilidad y de la búsqueda de emociones, les queda una —sólo una única— posibilidad: destruir el gobierno, eliminar el sistema monetario, instaurar la automatización total y destruir al sexo masculino.
Vivir en esta sociedad significa, con suerte, morir de aburrimiento; nada concierne a las mujeres; pero, a las dotadas de una mente cívica, de sentido de la responsabilidad y de la búsqueda de emociones, les queda una —sólo una única— posibilidad: destruir el gobierno, eliminar el sistema monetario, instaurar la automatización total y destruir al sexo masculino.

 La tejedora espera a su amante en los aposentos privados, sus dedos hilan una mortaja de seda para el viejo Laertes, quien avista ya el umbral del cementerio. Puntada tras puntada, ella no urge a su labor —ni falta que le hace—, sumida en la reminiscencia de una armadura guerrera que la sedujo hasta el hechizo y la colmó de ensoñación. Entre sábanas y cortinajes, el tiempo se dilata, agoniza en el reloj de arena; pero el amante no llega, no asoma siquiera la luz de su espada, y con las sombras nocturnales que ya reptan desde el jardín los muros de la fortaleza —cegando a los centinelas, a los custodios miradores—, la tejedora, defraudada, deshace su lienzo bordado durante el día.
La tejedora espera a su amante en los aposentos privados, sus dedos hilan una mortaja de seda para el viejo Laertes, quien avista ya el umbral del cementerio. Puntada tras puntada, ella no urge a su labor —ni falta que le hace—, sumida en la reminiscencia de una armadura guerrera que la sedujo hasta el hechizo y la colmó de ensoñación. Entre sábanas y cortinajes, el tiempo se dilata, agoniza en el reloj de arena; pero el amante no llega, no asoma siquiera la luz de su espada, y con las sombras nocturnales que ya reptan desde el jardín los muros de la fortaleza —cegando a los centinelas, a los custodios miradores—, la tejedora, defraudada, deshace su lienzo bordado durante el día.
 Haber escrito algo que te deja como un fusil disparado, todavía sacudido y requemado, vaciado de ti mismo, donde no solo has descargado todo lo que sabes de ti mismo, sino también lo que sospechas y supones, y los sobresaltos, los fantasmas, lo inconsciente —haberlo hecho con larga fatiga y tensión, con cautela de días y temblores y repentinos descubrimientos y el entumecimiento de toda la vida en aquel punto; darse cuenta de que todo esto es como si nada, si una señal humana, una palabra, una presencia no lo acoge —lo calienta— y morir de frío —hablar en el desierto— ser solo noche y día como un muerto.
Haber escrito algo que te deja como un fusil disparado, todavía sacudido y requemado, vaciado de ti mismo, donde no solo has descargado todo lo que sabes de ti mismo, sino también lo que sospechas y supones, y los sobresaltos, los fantasmas, lo inconsciente —haberlo hecho con larga fatiga y tensión, con cautela de días y temblores y repentinos descubrimientos y el entumecimiento de toda la vida en aquel punto; darse cuenta de que todo esto es como si nada, si una señal humana, una palabra, una presencia no lo acoge —lo calienta— y morir de frío —hablar en el desierto— ser solo noche y día como un muerto.
 La ceniza, dicen que es la ceniza del brasero, pero no es la ceniza, es mi novia, la ceniza de mi novia, la ceniza es mi novia que tengo aquí guardada en esta cajita de color crepúsculo de otoño, porque yo quemé a mi novia salvándola de las ratas y los gusanos, salvándola de la descomposición de los cuerpos enterrados, porque nacer y morir son dos palabras, pero enterrar a las personas es algo muy sádico, y ella tenía miedo de ser enterrada y yo la quemé antes de morir porque el cáncer la hacía sufrir mucho y le di un largo beso que no le sirvió para nada y muchas pastillas que la durmieron y cuando estaba dormida la rocié bien con gasolina y le prendí fuego y su llama era azul, intensamente azul, más azul que todos los poemas de mi amigo, más azul que todos los cielos del mundo, y cuando llegaron los hombres y las leyes y la civilización; cuando llegaron los hombres del «esto se hace y esto no se hace» me encontraron recogiendo la ceniza que besaba gota a gota hasta llenar con ella la cajita, esta cajita donde canta la ceniza de mi novia como la alondra que cantaba en los lejanos campos de mi infancia.
La ceniza, dicen que es la ceniza del brasero, pero no es la ceniza, es mi novia, la ceniza de mi novia, la ceniza es mi novia que tengo aquí guardada en esta cajita de color crepúsculo de otoño, porque yo quemé a mi novia salvándola de las ratas y los gusanos, salvándola de la descomposición de los cuerpos enterrados, porque nacer y morir son dos palabras, pero enterrar a las personas es algo muy sádico, y ella tenía miedo de ser enterrada y yo la quemé antes de morir porque el cáncer la hacía sufrir mucho y le di un largo beso que no le sirvió para nada y muchas pastillas que la durmieron y cuando estaba dormida la rocié bien con gasolina y le prendí fuego y su llama era azul, intensamente azul, más azul que todos los poemas de mi amigo, más azul que todos los cielos del mundo, y cuando llegaron los hombres y las leyes y la civilización; cuando llegaron los hombres del «esto se hace y esto no se hace» me encontraron recogiendo la ceniza que besaba gota a gota hasta llenar con ella la cajita, esta cajita donde canta la ceniza de mi novia como la alondra que cantaba en los lejanos campos de mi infancia. Cuando cruzaba el Pasamayo
Cuando cruzaba el Pasamayo

 Un mismo sueño lo había perseguido durante toda su vida. En realidad eran distintos sueños, pero compartían el mismo final absurdo: siempre terminaba subiendo, desquiciadamente, las escaleras de un viejo edificio hasta ganar la enorme azotea. Llegaba hasta el borde y desde allí contemplaba la ciudad. Sentía el viento acariciando su rostro. Luego fijaba sus ojos hacia abajo y veía, empequeñecidos, a los automóviles y transeúntes que se desplazaban incesantes. El vértigo que le propiciaba imaginarse cayendo lentamente como una hoja de papel lo envolvía de una extraña e infinita embriaguez.
Un mismo sueño lo había perseguido durante toda su vida. En realidad eran distintos sueños, pero compartían el mismo final absurdo: siempre terminaba subiendo, desquiciadamente, las escaleras de un viejo edificio hasta ganar la enorme azotea. Llegaba hasta el borde y desde allí contemplaba la ciudad. Sentía el viento acariciando su rostro. Luego fijaba sus ojos hacia abajo y veía, empequeñecidos, a los automóviles y transeúntes que se desplazaban incesantes. El vértigo que le propiciaba imaginarse cayendo lentamente como una hoja de papel lo envolvía de una extraña e infinita embriaguez.

