Tuesday, March 13, 2007

WINONA

Yo por entonces había conocido a la adolescente más tierna del mundo y me entusiasmé con ella, olvidando a todo ser vivo —planta, animal o persona— que se movía a mi alrededor. Vestida con jeans, poleras y zapatillas altas; de pequeña estatura, cabello corto y cuerpo delgado, esta chiquilla cuando sonreía era idéntica a Winona Ryder, y se la pasaba riendo para que todos la engrieran. La conocí en un museo, cuando de la revista en la que trabajaba me enviaron a cubrir la primera exposición del pintor Kawide, y en vez de tomar fotos a los cuadros recién inaugurados, estuve sacándole imágenes a Winona, que se prestaba para el chongo y posaba, divertida, mostrando sus mejores ángulos.
—¿Eres pariente del pintor? —le pregunté.
Ella negó con la cabeza.
—Soy su modelo —dijo, y soltó la carcajada.
Nunca llegué a saber realmente qué hacía ahí. Conversamos toda la noche, sorprendiéndome que no me despegara de ella (única adolescente en una sala de jóvenes y adultos) y fuera a hablar con otras personas. Su risa definitivamente era el gancho, y el hecho también de que se desenvolviera tan suelta de huesos como si nadie la viera, o como si le importara tres pepinos que la vieran haciendo gestos y actitudes demasiado llamativas.
—¿No deberías estar en tu casa haciendo tus tareas escolares? —le pregunté.
Y recibí como respuesta el primer pellizco del buen surtido que recibiría en los meses posteriores. Siendo el lunar de esa noche artística, Winona se sentía la muñeca a la que todos debían adorar y perdonarle sus malcriadeces, y mientras hablaba con ella no podía quitarme de la mente el viejo dicho de que, quien con nenas se acuesta, amanece mojado. Pero también pensé que solo la vería esa noche, así que disfruté de su compañía sin la malicia que solía invadirme cada vez que abordaba a una mujer. El redactor con el que había venido, me miraba de lejos totalmente enojado (no sé si por no haber tomado las suficientes fotos o porque a él nadie lo acompañaba), y se puso peor cuando me hizo una señal para volver a la revista y yo le dije que iría más tarde. Atrapado por Winona, me quedé hasta que las luces del salón comenzaron a apagarse, y tuve que acompañarla al paradero mirándola gustoso cómo se expresaba.
—Pareces toda una intelectual —le dije—. ¿Estás segura que tienes catorce?
—Según mi partida de nacimiento, claro que sí. Lo que pasa conmigo es que a mí me aburre la gente de mi edad y por eso prefiero estar con personas mayores que yo.
Eso lo comprobé días después, luego de darme su teléfono y dirección, y haberme invitado a una reunión en su casa donde convocaba a un grupo de pintores, todos adultos, que hablaban hasta por los codos en torno a una mesita con tazas de café. Me sorprendió cómo Winona había logrado reunir a esta fauna artística en su casa, y la respuesta era que ella tenía un tío en la embajada peruana de Francia, laborando en la agregaduría cultural, y allí definitivamente todo el mundo quería irse a París.
Winona se mofaba un poco de ellos, aunque también los estimaba, de igual modo que estos la consideraban a ella, a quien veían como la chiquilla lúcida y singular que se adelantaba a su época, sobre todo un gordo cuarentón que hablaba más de la cuenta y que estuvo enamorándola por teléfono. «El imbécil quería que fuera a su casa a posar para un cuadro», me contaba, sin reírse. Entonces tuvo que disolver el grupo (para lástima de sus padres, quienes con estas reuniones podían mantenerla quieta en casa) y los pintores volvieron a sus limbos individuales. Winona se aferró a mí, no me dejó en paz, y por un tiempo fui su paño de lágrimas, su compañero de ruta, su confesor. No tenía amigas, todas sus compañeras de colegio, según ella, la odiaban; vivía en sí misma, en un mundo propio hecho a su medida, y como no podía estar tranquila se paraba escapando del colegio y de su casa. A los padres los tenía en ascuas. Volvía a los tres o cuatro días como si hubiera salido a comprar pan, tan fresca y confianzuda que su madre no se aguantaba más y la zarandeaba de las mechas. ¡Cuántas veces enjugué sus lágrimas, en noches de rehuida luego de haber huido de su casa; y cuántas, para compensarme, ella se abría de brazos para que fuera yo el primero en hacerla mujer! A mí no me faltaban las ganas; es más, hasta ya había comprado varias tiras de condones; pero a la que en verdad quería desvirgar era a otra, así que solo le daba besos franceses y la acariciaba como pulpo, antes de devolverla a su casa de un palmazo en el trasero.

Carlos Rengifo, Textos sueltos.

LA BELLA DURMIENTE

Cerró la puerta con llave, dejó caer la cortina y miró a la muchacha. Ésta no fingía. Su respiración era la de un sueño profundo. Eguchi contuvo el aliento; era más hermosa de lo que había esperado. Y su belleza no constituía la única sorpresa. También era joven. Estaba acostada sobre el lado izquierdo, con el rostro vuelto hacia él. No podía ver su cuerpo, pero no debía de tener ni veinte años. Era como si otro corazón batiese sus alas en el pecho del anciano Eguchi.
Su mano derecha y la muñeca estaban al borde de la colcha. El brazo izquierdo parecía extendido diagonalmente sobre la colcha. El pulgar derecho se ocultaba a medias bajo la mejilla. Los dedos, sobre la almohada y junto a su rostro, estaban ligeramente curvados en la suavidad del sueño, aunque no lo suficiente para esconder los delicados huecos donde se unían a la mano. La cálida rojez se intensificaba de modo gradual desde la palma a las yemas de los dedos. Era una mano suave, de una blancura resplandeciente.
—¿Estás dormida? ¿Vas a despertarte?
Era como si lo preguntara con objeto de poder tocarle la mano. La tomó en la suya y la sacudió. Sabía que ella no abriría los ojos. Con su mano todavía en la suya, contempló su rostro. ¿Qué clase de muchacha sería? Las cejas estaban libres de cosméticos, las pestañas bajadas eran regulares. Olió la fragancia del cabello femenino. Al cabo de unos momentos el sonido de las olas se incrementó, porque el corazón de Eguchi había sido cautivado. Se desnudó con decisión. Al observar que la luz venía de arriba, levantó la vista. La luz eléctrica procedía de dos claraboyas cubiertas con papel japonés. Como si tuviera más compostura de la que era capaz, se preguntó si era una luz que acentuaba el carmesí del terciopelo y si la luz del terciopelo daba a la piel de la muchacha el aspecto de un bello fantasma; pero el color no era lo bastante fuerte para reflejarse en su piel. Ya se había acostumbrado a la luz. Era demasiado intensa para él, habituado a dormir en la oscuridad, pero al parecer no podía apagarse. Vio que la colcha era de buena calidad.
Se deslizó quedamente bajo ella, temeroso de que la muchacha, aunque sabía que seguiría durmiendo, se despertara. Parecía estar totalmente desnuda. No hubo reacción, ningún encogimiento de hombros ni torsión de las caderas como sugerencia de que ella notaba su presencia. Era una muchacha joven, y por muy profundo que fuera su sueño, debería haber una especie de reacción rápida. Pero él sabía que éste no era un sueño normal. Este pensamiento le impidió tocarla cuando estiró las piernas. Ella tenía la rodilla algo adelantada, obligando a las piernas de Eguchi a una posición difícil. No necesitó inspeccionar para saber que ella no estaba a la defensiva, que no tenía la rodilla derecha apoyada sobre la izquierda. La rodilla derecha se encontraba hacia atrás y la pierna estirada. En esta posición sobre el lado izquierdo, el ángulo de los hombros y el de las caderas parecían en desacuerdo, debido a la inclinación del torso. No daba la impresión de ser muy alta.
Los dedos de la mano que el viejo Eguchi sacudió suavemente también estaban sumidos en profundo sueño. La mano descansaba tal como él la dejara. Cuando tiró la almohada hacia atrás, la mano cayó. Contempló el codo que estaba sobre la almohada. «Como si estuviera vivo», murmuró para sus adentros. Por supuesto que estaba vivo, y su única intención era observar su belleza; pero una vez pronunciadas, las palabras adquirieron un tono siniestro. Aunque esta muchacha sumida en el sueño no había puesto fin a las horas de su vida, ¿acaso no las había perdido, abandonándolas a profundidades insondables? No era una muñeca viviente, pues no podía haber muñecas vivientes; pero, para que no se avergonzara de un viejo que ya no era hombre, había sido convertida en juguete viviente. No, un juguete, no: para los viejos podía ser la vida misma. Semejante vida era, tal vez, una vida que podía tocarse con confianza. Para los ojos cansados y présbitas de Eguchi, la mano vista de cerca era aún más suave y hermosa. Era suave al tacto, pero no podía ver la textura.
Los ojos cansados advirtieron que en los lóbulos de las orejas había el mismo matiz rojo, cálido y sanguíneo, que se intensifica hacia las yemas de los dedos. Podía ver que las orejas indicaba la frescura de la muchacha con una súplica que le llegó al alma. Eguchi se había encaminado hacia esta casa secreta inducido por la curiosidad, pero sospechaba que hombres más seniles que él podían acudir aquí con una felicidad y una tristeza todavía mayores. El cabello de la muchacha era largo, probablemente para que los ancianos jugaran con él. Apoyándose de nuevo sobre la almohada, Eguchi lo apartó para descubrir la oreja. El cabello de detrás de la oreja tenía un resplandor blanco. El cuello y el hombro eran también jóvenes y frescos; aún no mostraban la plenitud de la mujer. Echó una mirada a la habitación. En la caja sólo había sus propias ropas; no se veía rastro alguno de las de la muchacha. Tal vez la mujer se las había llevado, pero Eguchi tuvo un sobresalto al pensar que la muchacha podía haber entrado desnuda en la habitación. Estaba aquí para ser contemplada. Él sabía que la habían adormecido para este fin, y que esta nueva sorpresa era inmotivada; pero cubrió su hombro y cerró los ojos.

Yasunari Kawabata, El palacio de las bellas durmientes.

UN AFEITADO FINÍSIMO

Ella le dijo que estaba mucho más guapo afeitado, así que él se afeitó, especialmente para ella. La tersa piel del rostro le brillaba con todo su esplendor cuando la fue a recoger aquella tarde y el aroma de la loción para después del afeitado era de lo más agradable. Vieron una película, tomaron un café en un sitio cualquiera y, a continuación, él la acompañó a casa en coche. Se trataba, al fin y al cabo, de un segundo encuentro, de manera que él no intentó nada y ni siquiera le sugirió subir con ella a su departamento. Antes de salir del coche ella le había dado un beso precipitado en la rojiza mejilla y él le había respondido con una tímida sonrisa sin devolverle el beso.
Se trataba de una chica por la que merecía la pena esperar pacientemente.
Pasaría un día, pasaría otro día, pero al final todo terminaría por llegar. Una película, un café, una película más.
Una puesta de sol, un par de veces al boliche y, finalmente, sería suya.
Ella le dijo que resultaba mucho más agradable afeitado porque sencillamente pelos de la barba le picaban por el cuerpo. Y es que, ahora que estaban juntos, ¿dónde iba a poner él la cara si no fuera en su cuerpo? A él ni siquiera se le podía ocurrir pensar en otro sitio mejor. Se afeitaba todos los días, incluso dos veces al día. Eliminaba los incipientes pelos antes siquiera de que les hubiera dado tiempo de asomar, de manera que la estimulada piel parecía estar ardiendo en medio de una especie de cálida rojez. También los dientes se los cepillaba constantemente: tres, cuatro, y hasta cinco veces al día. Subía y bajaba el cepillo, escupía en el lavabo y, a continuación, se enjuagaba bien con agua para eliminar la espuma blanca de la pasta de dientes. Después de todo eso se encontraba a sí mismo mucho más agradable, más estético, y una vez a la semana hasta se pasaba hilo dental por entre los dientes. A ella no le hubiera importado besarlo también sin que hiciera falta todo eso, porque lo amaba, pero no se podía esperar de ella que fuera a poner la lengua en un lugar que oliera mal o que estuviera sucio.
Ella le dijo que las cejas también le molestaban; resultaba difícil irse deslizando así, con los labios, por la pendiente de la frente para besarle los ojos. La cuchilla, al fin y al cabo, era la misma cuchilla, así que si ya, de cualquier modo, se afeitaba, ¿qué más le daba? Una vez al día, dos, a veces hasta tres. Y también empezó a usar el hilo dental con más asiduidad, hasta el punto de que se compró un rollo entero que, aunque no era más grande que una cajetilla de cigarrillos, tenía diecisiete metros de longitud. Y es que lo habían enrollado muy apretado, como los sacos de dormir, que se pueden reducir hasta el tamaño de una baguette. Aprovechó y compró también loción para después del afeitado, un frasco de litro, porque el viejo ya se lo había terminado.
Pasó el tiempo y ya llevaban dos meses viviendo juntos; él ocupándose exclusivamente de su higiene personal y ella de todo lo demás. Ni un solo vaso le pedía que lavara. Del pecho para abajo no tuvo necesidad de decírselo, porque él le captó enseguida la mirada. Y la verdad era que ya se afeitaba antes de cada comida, e incluso con mayor frecuencia, ¿qué más le daba depilarse entero? Incluso las pestañas, porque le picaban en la lengua a ella, que tanto lo amaba, y a la que él le gustaba lampiño, sin recovecos ni partes punzantes. Como todos los demás con los que se había encontrado en el suelo del salón, tan agradables y cómodos. Al principio había creído que se trataba de unos silloncitos rosados en forma de puf, porque muchas veces la había visto allí sentada tan feliz, de manera que también él se sentaba en ellos. Resultaban tan agradables y suaves. Les había preguntado cómo lo conseguían, y ellos se lo habían contado todo. Las partes punzantes eran por los huesos, pero había un tipo en Rosh Pina que los sacaba con toda facilidad, incluidos el cráneo y la columna vertebral. Ni siquiera dolía, a ella le resultaría mucho más agradable, y eso era, a fin de cuentas, lo único importante. Y es que la sonrisa de ella, cuando se sentaba encima, lo valía todo.

Etgar Keret, Extrañando a Kissinger.

Thursday, February 22, 2007

REW CRIMINAL

La sangre que embadurnó el parabrisas del taxi vino después del estallido, cuando la bala salió por la boca del cañón, una vez instalada en la recámara múltiple, y fue activada por el dedo sobre el gatillo, cuya presión no hizo temblar la mano al empuñar el revólver. Culminó el intercambio de palabras, la inútil discusión en la que cada uno se mantenía en sus trece, no daba su brazo a torcer, mientras las voces subían de tono hasta romper en gritería. Por un lado, el taxista al volante, resuelto a no dejarse quitar el automóvil (que, además, era alquilado) y, por el otro, en el asiento trasero, el pasajero iracundo, ebrio de cólera, que empezó a vociferar, a escupir improperios y amenazas. El arma de fuego en la nuca solo fue el indicativo para que el taxista detuviera el vehículo. Antes de eso, nada presagiaba lo que iba a ocurrir. Había llegado el momento de actuar; sin embargo, el pasajero que miraba nervioso por la ventanilla sintió un ligero temblor en las manos. «Tengo que ser firme», se dijo, aún dubitativo, y pegó la frente sobre el vidrio que empañó con su aliento. La noche cerrada se presentaba como buen augurio; la avenida larga y solitaria, alejada de la ciudad, le indicaba que debía prepararse. Advirtió la señal que bifurcaba el camino y enseguida dijo al taxista que virara hacia la derecha. Respiró tranquilo, no quería delatar su pronta actitud, el estudiado plan de arrebatar el auto en un paraje solitario y oscuro, y abandonar al taxista a su suerte, sin darle tiempo de reaccionar. Los postes de luz alumbrando el interior del taxi cada treinta segundos le daban confianza. El revólver descansaba en el bolsillo de la casaca. Atrás quedaron las suposiciones, los cálculos, ahora el tiempo se acoplaba perfectamente a lo que debía hacer. La zona urbanizada desaparecería al término del grifo bajo el letrero de Inca Kola, y el tráfico disminuiría a partir de entonces. El último poblado de casas veraniegas permaneció en silencio mientras lo atravesaban, con uno que otro lugareño andando por sus arenosas calles. Que aquí, al internarse en este balneario, el taxista lo despertara preguntándole si ya estaban cerca, no fue ningún fastidio; al contrario, le hizo bien, pues se había quedado dormido involuntariamente, al simular un sueño y una borrachera que no tenía. Sus ronquidos los escuchó el taxista durante buena parte del trayecto, en el que hasta tuvo la idea, al verlo tan dormido, de bolsiquear sus pantalones, pero se contuvo. Después de todo, él se ganaba los frijoles decentemente y el sujeto arrellanado en el asiento trasero parecía un buen tipo. «Con lo que voy a obtener de esta larga carrera me doy por servido», pensó, arrepintiéndose ya, aunque sin mudar de parecer. Había hablado con el pasajero un rato, antes de que se durmiera, mirándolo por el espejo retrovisor, con el noble fin de despejarle un poco la borrachera. Lo hizo también para no sentirse tan solo, como acostumbraba a hacer en las noches lentas e interminables mientras llevaba a los noctámbulos a sus respectivos destinos. En muchos casos lograba entablar un diálogo ameno con el interlocutor de turno; pero esta vez su repentina charla incomodó al pasajero, quien atinó solo a contestar con monosílabos. Para éste, que había subido al vehículo sin regatear el precio, era conveniente no verle la cara, no familiarizarse con aquel hombre que le daba la espalda frente al volante. Lo más sensato era fingirse borracho y soñoliento, de modo que lo primero que pensó, cuando levantó la mano y detuvo el taxi, fue instalarse en el asiento trasero y dejar que el tiempo corriera hasta llegar al lugar donde se iniciaría la acción. Agazapado en el paradero, divisó unos cuantos taxis pasando a velocidad, y se decidió por el amarillo que avanzaba lentamente. El arma de fuego oculto en la casaca era solo el elemento disuasivo para que le entregaran el auto (que luego desmantelaría y vendería por partes). «Lo voy a asustar encañonándolo», pensó, imaginando al posible conductor, «se va a orinar de miedo cuando vea el fierro». Sin embargo, jamás sospechó que las circunstancias lo indujeran a estar allí, por primera vez al acecho, emulando al negro Cortijo, ese sí un verdadero atracador, quien además le había enseñado cómo debía actuar, prestándole incluso su propio revólver, que cargó de inmediato y se lo dio por debajo de la mesa. «Hay que tener huevos», le dijo, tras escucharlo sin interrupciones y verlo, sorprendido, en el umbral de la puerta. Pero él ya estaba decidido, había resuelto ir en su búsqueda, no bien terminó de oír en la sala a su mujer que, con el último hijo en brazos y bañada en lágrimas, vertiendo sobre el marido su total impotencia y desesperación, se quejó amargamente que ya no tenían para comer.

Carlos Rengifo, Tristes canciones de blues.

Friday, February 16, 2007

SUMIRE

Sumire era una romántica incurable, era intransigente, cínica y, dicho con un eufemismo, una ingenua. Cuando empezaba a hablar, no callaba, pero ante personas con las que no congeniaba (en suma, ante la gran mayoría de los seres humanos que conforman este mundo) apenas abría la boca. Fumaba en exceso y, cuando cogía un tren, siempre perdía el billete. Si se le ocurría alguna idea, incluso se olvidaba de comer, estaba delgada como un huérfano de guerra de esos que salen en alguna película vieja italiana, y sólo su mirada mostraba cierta inquietud y vivacidad. Más que explicarlo con palabras, lo mejor sería, si la tuviera a mano, mostrar una fotografía, pero, desgraciadamente, no tengo ninguna. Detestaba con todas sus fuerzas que la fotografiasen y tampoco abrigaba el deseo de legar a la posteridad un «retrato del artista adolescente». Si tuviera una fotografía de la Sumire de aquella época, ésta sería, con toda seguridad, un documento único sobre uno de los ejemplares más peculiares de la especie humana.
A Sumire la preocupaba seriamente cómo poder llegar a ser tan salvaje y auténtica como los personajes de los libros de Kerouak. Embutía las manos en los bolsillos, se despeinaba adrede el pelo y, aunque no tenía ningún problema de visión, llevaba unas gafas de plástico de montura negra a lo Dizzy Gillespie, y clavaba sin más los ojos en el cielo. Vestía casi siempre chaquetas de tweed que le iban grandes, compradas en tiendas de ropa usada, y calzaba sólidos zapatones. De haber conseguido que le saliera barba, seguro que se la habría dejado crecer.
A Sumire no se la podía calificar de belleza en el sentido convencional del término. Tenía las mejillas hundidas y la boca un poco demasiado larga. La nariz era pequeña, ligeramente respingona. Era muy expresiva y le gustaba el humor, pero raras veces se reía a carcajadas. Era bajita y hablaba en tono agresivo incluso estando contenta. Un lápiz de labios o un delineador de cejas, no creo que los hubiera utilizado en toda su vida. Que hubiese tallas de sujetador dudo que lo supiera a ciencia cierta. A pesar de ello, Sumire poseía algo especial que cautivaba a los demás. Soy incapaz de explicar con palabras en qué consistía. Pero, al mirar sus pupilas, podías verlo allí reflejado siempre.
Habría sido mejor que lo hubiese advertido de buen principio, claro está, y es que yo estaba enamorado de Sumire. Desde la primera vez que intercambiamos unas palabras me sentí fuertemente atraído hacia ella y, poco a poco, esa atracción fue mudando hacia un sentimiento sin retorno. Para mí, durante mucho tiempo, sólo existió ella. Como es natural, intenté confesarle muchas veces mis sentimientos. Pero ante ella, no sé por qué razón, era incapaz de traducir mis sentimientos en las palabras justas. En resumidas cuentas, quizás haya sido mejor así. De haberle podido manifestar mis sentimientos, seguro que no me habría tomado en serio.
Mientras mantenía con Sumire una relación de «amistad», salí con dos o tres chicas. (No es que no recuerde el número. Serían, según se cuenten, dos o tres.) Si incluimos a las chicas con las que sólo me acosté una o dos veces, la lista se alarga un poco más. Mientras pegaba mi cuerpo al de esas chicas, pensaba a menudo en Sumire. Porque, en algún rincón de mi mente, su imagen siempre estaba más o menos presente. Incluso soñaba que, en realidad, era a ella a quien tenía entre mis brazos. Todo esto no era muy normal, evidentemente. Pero en vez de pensar en si era correcto o no, lo cierto es que no podía evitarlo.

Haruki Murakami, Sputnik, mi amor.

LA LLUVIA

El rumor del agua golpeando el cristal de la ventana le conmueve, quizás esta sea la última vez que lo escuche. Algunas gotitas caen sobre el alféizar y, por un instante, Cecilia recuerda sus correrías bajo la lluvia, calándose hasta los huesos y corriendo como una loca por las aceras de la ciudad: la naturaleza golpeándola con su furia cariñosa, y ella disfrutando de cada gota lanzada contra su piel.
Se estremece y su mirada se desvía de la ventana entreabierta para observar detenidamente a su agresor. Es un hombre joven, ella le calcula unos treinta y cinco años, un poco más alto que ella, de cabello negro muy corto, cuidadosamente afeitado, y con unos ojos cafés de mirada perdida en los que, si se mira bien, y Cecilia está haciéndolo, puede observarse una amargura enfermiza. El miedo ha llegado repentino, se infiltra en las venas de Cecilia y recorre con la sangre su cuerpo entero.
—¿Qué quieres de mí? —el cuchillo presionando en la garganta no le impide hablar, pero su voz tiembla—. ¿Quién eres?
Tras una larga mirada, escrutadora e incómoda, el hombre contesta:
—Yo soy Néstor Molina, uno de los que acusaste.
—Que yo... —susurra incrédula— ¿de qué? Yo no he acusado a nadie.
—¿Ya no te acuerdas? —sonríe irónico.
—Por favor, no sé de qué me hablas. ¿Cuándo te he acusado y de qué?
—En la televisión, te vi. Y te veías mucho mejor, más segura, más... aquí solo pareces una flaca putita de mierda. —Y con una risa histérica, agrega—: ¡Cagada de miedo!
—Yo no he acusado a nadie —balbucea cansada—, solo he dicho lo que pensaba.
—Lo que pensabas... —grita al oído de la mujer cada sílaba con lentitud—, ¿Y a quién coño le importa lo que tú pienses?
Cecilia intenta soltarse, pero él hunde un poco el cuchillo en la piel de su cuello y ella desiste. El hombre la sujeta firmemente contra la pared, sostiene el cuchillo con la mano derecha, mientras con la izquierda sujeta su cabello y lo estira hacia un lado. Clava una rodilla en su vientre ejerciendo una presión aguda.
—Si yo quiero cargarme un negro, me lo cargo... —y estirando un poco más sus mechones—. ¿Me entiendes?
Cecilia se imagina a sí misma como un triste conejo patético en las manos de su captor, moviendo sus patas de forma ridícula, tratando de soltarse sin ningún resultado.
—Pero, yo solo dije que era injusto —y sorbiendo los mocos chilla— ¡y lo es! Ustedes no entienden de respeto ni de derechos humanos, ellos no hacían... —Néstor corta el discurso de un manotazo.
—Tú... asquerosa. Dijiste que éramos todos unos fascistas manipuladores, que tendríamos que estar en la cárcel... solo porque logramos echar a esos malditos negros —murmura a la vez que baja con lentitud el filo del cuchillo por el perfil de su garganta, dejando un rastro encarnado—. Lo dijiste ayer, te vi en las noticias de la noche, por el canal tres.
—Bueno, ya —suplica Cecilia llorosa y cansada—, déjame, ¿no? ¿Dime qué quieres?
—Quiero que no hables, mija –sus ojos parecen salirse de las órbitas cuando le grita–. Tú y tus pendejadas contra el racismo: ¡ahora te jodes!
La cara de espanto de Cecilia la delata, siente un súbito calor en el cuello. Intenta hablar pero un chorro de sangre sale de su garganta en lugar de su voz. Cae al suelo y escucha los pasos de Néstor alejándose. Tras el golpe seco de la puerta, la ventana se abre y comienzan a caer gotas de lluvia sobre su cara.

Belisa Núria Bartra, Llueve sobre Cecilia.

PINOCHO

pour toi, mon cher salaud

Pinocho, dime ¿por qué?
dime ¿por qué me mentiste así?
y me dejaste esperando en el jardín
colorida y perfumada,
ansiosa de recorrer cada rincón de tu casa,
de dejar mi cuerpo estampado contra la pared.

Pinocho,
¿por qué, si te cansaste de mí,
prometiste que jamás te crecería la nariz?

Ojalá vuelvas hasta aquí
náufrago y víctima de vicios extraños
alcohólico y enfermo
con tu piel de maderita apolillada
y los testículos hinchados.

Mohoso y olvidado,
yo te espero
mientras tanto, huiré de Gepetto
y de su sexo senil...

Te espero, y mientras tanto
volveré a las fiestas,
moveré la cintura, las caderas
y fingiré que soy feliz.

Repartiré besos
a pequeños desconocidos, como tú,
para quitarles el dinero y el alcohol,
y en mi extasiado delirio, soñaré contigo.

Esperaré a que vuelvas…
Chico madera, de baja calidad.
Al menos, con los restos de tu cuerpo diminuto
me haré una cama
y te sentiré debajo de mi almohada.

Sé que vendrás a mí,
cuando comiencen a comerte las polillas
Porque sabes que me gustan las reliquias,
recuerdos que colecciono junto con mis caprichos; los juguetes viejos.
Josefina Jimenez, Pinocho viejo.

Monday, January 22, 2007

EL AUTISTA

Nadie está a salvo del silencio. Por muchas palabras que pretendamos decir, al final éstas no expresan nada. Hablar es constituirse, establecer una presencia. La voz es la campanilla itinerante de un mudo. Creemos ser elocuentes mientras conversamos, cuando lo único que hacemos es acompañar el soplo del viento. ¡Qué mudez más absurda la de una telefonista! Mueve los labios sin gracia dentro de su cabina cerrada. Solo el ruido ilustra los grandes acontecimientos. Si alguien en verdad tiene algo que decir, que suelte la primera frase. Aprendemos a balbucir las sílabas una por una, a pronunciar el vocablo inicial —mamá— para luego ir hilvanando términos y oraciones, inauguración de las cuerdas vocales. Pero todo tiene su corolario. Existe el peligro que, de tanto charlar, se ingrese si más en el mutismo. Por consiguiente, no habría otra salida que convertirse en el muñeco maniatado por el ventrílocuo. Un gorrión es el simple eco de las ramas de un árbol.
El espacio donde habito carece de luz. Mis ojos ya se acostumbraron a las tinieblas. Las horas aquí ni siquiera son horas; apenas secuencias de un canturreo inútil. ¿Desde cuándo respiro esto? Los de afuera ríen, conversan, van de un lado a otro. Yo no quiero moverme, no deseo hablar. El tacto se ha vuelto mi mejor aliado. A cada momento voy descubriendo este universo oscuro. ¿Saldré alguna vez? Hay señales de vida en los rincones, aromas que se prestan a la corrupción. De cuando en cuando un golpecito en la frente. Después de todo, los de afuera aún no se han olvidado de mí. Pronto lo harán. El recuerdo de una oruga resulta un lujo para los que corren detrás de las mariposas. Pero correr así es imbécil, un juego de idiotas. Los trastos que se echan al olvido, son tal vez los que algún día nos salvarán.
Eso habría que advertírselo a todos ellos, aunque quizás ya sea demasiado tarde. La estupidez humana taladra los sentidos meticulosamente. Y así como se desechan los softwares caducos, así también nos excluirán por obsoletos. Tantas horas boquiabiertos ante los rayos de un monitor bastan para desaparecer. El pulso del mouse será tal vez el único acto digno del ejercicio psicomotriz. De esta manera, ¿quién nos asegura que no terminaremos acéfalos? Vemos el mundo a través de pantallas que aturden la visión, y sin embargo nos conformamos con esas imágenes cambiantes, con esas líneas movedizas. Habría que protestar, sentir cómo los nudillos se enrojecen luego de golpear contra las mesas. Pero no; el sedentarismo avanza frente a cualquier pronóstico. La ciudad de los paralíticos se avecina. ¿Tendríamos que prepararnos? A mí ya no me toca decidir, ahora que permanezco sumido en la oscuridad. Yo, que soy acaso el primero en morder el polvo, no tengo más que esperar la tierra de la redención.
Sería bueno deslizarme, cambiar de postura. Algunos de mis movimientos solo consisten en masticar y latir. Soy como el mono del que hablaba Ortega y Gasset. Podría dar vueltas y vueltas hasta quedarme dormido. Por lo demás, no hago otra cosa que recibir mi ración de aire todos los días. Cuando se cierren los conductos, habré de arañar las paredes. ¿Cuánto duraré? El tiempo es lo de menos estando en esta negrura. Cada uno tiene dibujado en la frente su propio destino. Si estoy aquí es porque mi naturaleza cumple su función a cabalidad, igual que la planta que se inclina por donde mejor le cae el sol. Son muy pocos tal vez los que comprendan esto, pero el cautiverio vale tanto, o más, que el confort de seguir transitando por las calles. Los de afuera no saben cuán tranquilo se está lejos de los horrores diurnos. La insensatez es el paraíso de los despojados.

Carlos Rengifo, Textos sueltos.

¿POR QUÉ ESCRIBES?

La pregunta que los escritores nos hacemos con más frecuencia, la pregunta preferida es, ¿por qué escribes? Escribo porque tengo una necesidad innata de escribir. Escribo porque no puedo hacer trabajos normales como lo hacen otras personas. Escribo porque quiero leer libros como los que escribo. Escribo porque estoy molesto con todo el mundo. Escribo porque adoro sentarme en un cuarto todo el día escribiendo. Escribo porque puedo participar de la vida real solamente si la cambio. Escribo porque quiero que otros, que todo el mundo, sepan qué tipo de vida vivimos, y seguimos viviendo, en Estambul, en Turquía. Escribo porque adoro el olor del papel, la pluma, la tinta. Escribo porque creo en la literatura, en el arte de la novela, más de lo que creo en cualquier otra cosa. Escribo porque es un hábito, una pasión. Escribo porque tengo miedo de ser olvidado. Escribo porque me gusta la gloria y el interés que escribir conlleva. Escribo para estar solo. Quizá escribo porque espero entender por qué me siento tan, tan molesto con todos. Escribo porque me gusta ser leído. Escribo porque una vez que he empezado una novela, un ensayo, una página, quiero terminarla. Escribo porque todos esperan que escriba. Escribo porque tengo una convicción infantil en la inmortalidad de las bibliotecas, y en la manera como mis libros están en el estante. Escribo porque es emocionante convertir todas las bellezas y riquezas de la vida en palabras. Escribo no para escribir una historia sino para componer una historia. Escribo porque quiero escapar de la sensación anticipada de que hay un lugar al que debo ir pero al que —como en un sueño—, no logro llegar. Escribo porque nunca he conseguido ser feliz. Escribo para ser feliz.

Orham Panuk, El maletín de mi padre.

EL CIELO ES EL LUGAR

César dijo que el cadáver se levantó cuando todos los hombres del mundo le rodearon, pero no estaban todos los hombres del mundo donde enterraron a Miguel. Él estaba junto a los otros muertos en un costado apartado del pueblo, donde solo había polvo, gravilla y nombres inscritos en piedras al borde de un sepulcro florecido.
Da las seis el ciego Santiago. Los visitantes se habían marchado, y el padre y la madre de Diego se habían ido a dormir. Solo estaban él, su libro, un libro, atrás un libro, arriba un libro, y Rita en el salón.
Rita creía que Miguel se había ido al cielo. Tenía un relicario con su foto sobre su falda franela. Cómo le iba yo a decir nonada. Hoy al tocarle el talle, mis manos han entrado en su edad.
—El cielo es el lugar para él —dijo ella—. Era demasiado bueno para este mundo.
Miró con incertidumbre por la ventana de la sala hacia la calle, como esperando que en un fastuoso carruaje pasara Miguel a bordo, sereno en su belleza inconsciente y noble, saludando y sonriendo, dirigiéndose feliz al lugar al que siempre había pertenecido. Si hay algo en él de amargo seré yo.
—Si así lo crees —respondió Diego, Rita tocó su relicario. Ha triunfado otro ay. Sus manos eran estrechas y minuciosas. Podía dar puntadas tan finas que parecían invisibles.
—Sin embargo, aún está con nosotros —dijo ella—. ¿No lo sientes? —y sujetó la cadena del relicario tan ala, como si fuera un rosario.
—Eso creo —respondió Diego. Rita pensaba que Miguel estaba en el relicario, en el cielo, y aún con ellos. Diego esperó que ella no creyera que él se alegraría de tener que lidiar con tantos Migueles.
—Qué extraña manera de estarse muertos —le dijo Diego. No había querido hablar como el libro pero no podía evitarlo cuando estaba excitado. Samain diría el aire es quieto y de una contenida tristeza.

David Abanto, Samain diría el aire es quieto y de una contenida tristeza.

CAPOTE CUENTISTA

¿Qué fue lo primero que usted escribió?
Cuentos. Y mis más desaforadas ambiciones aún giran alrededor de este género. Me parece que cuando es explorado con seriedad el cuento es la forma más difícil de escritura, y la que exige la mayor disciplina. Todo el control y la técnica que tengo los debo completamente a mi experiencia con este medio de comunicación.

¿A qué se refiere exactamente al decir «control»?
Me refiero a mantener una preeminencia estilística y emocional sobre el material. Llámelo algo precioso y olvídelo, pero creo que un cuento puede hundirse por un ritmo inadecuado en una frase —especialmente si se presenta cerca del final— o por un error en la organización de los párrafos, o incluso por la puntuación. Henry James es el maestro del punto y coma. Hemingway es un organizador de párrafos de primera clase. Desde el punto de vista del oído, Virginia Woolf nunca escribió una frase mala. No quiero decir con ello que yo practico lo que predico. Sólo trato de hacerlo, eso es todo.

¿Cómo llega uno a la técnica del cuento?
Puesto que cada cuento presenta sus propios problemas técnicos, obviamente no se pueden hacer generalizaciones al estilo de dos-y-dos-son-cuatro. Para encontrar la forma adecuada para tu cuento, simplemente tienes que descubrir la forma más natural para contar la historia. La forma de comprobar si el escritor ha adivinado la forma natural para contar su historia es la siguiente: después de leerla, ¿puedes imaginarla de manera diferente, o bien silencia a tu imaginación y te parece absoluta y final? De la misma manera como una naranja es algo definitivo. De la misma manera como una naranja es algo que la naturaleza ha hecho simplemente bien.

¿Hay recursos para mejorar la propia técnica de escritura?
El único recurso que conozco es el trabajo. La escritura tiene leyes de perspectiva, de luz y sombra, igual que la pintura o la música. Si naces conociéndolas, perfecto. Si no, apréndelas. Y entonces reacomoda las reglas para que se adapten a ti. Incluso Joyce, nuestro más extremo inconforme, era un espléndido artesano; él pudo escribir Ulises precisamente porque pudo escribir Dublineses. Demasiados escritores parecen considerar que escribir cuentos es una especie de ejercicio con los dedos. Bueno, en tales casos lo único que hacen es ejercitar sus dedos...

Truman Capote, Interviú en «The Paris Review».

EL VERBO MORIR

Recorrer una rayuela implica
Memorizar mil veces la entrada
Así
Se vuelve sublime el verbo morir
Il fout oublier
Tout peut s’oublier
Hay que olvidar
Todo se puede olvidar
Te sumerjo en un vaso de agua
De tus cabellos brotan orquídeas
Y pétalos arco iris
He dejado mi corazón sobre el tragaluz
Para intentar la purificación
Purificándome
Disecándome
Vedrino Lozano, Recorrer una rayuela.

Monday, January 08, 2007

NIÑA MALA

Convenía tener limpia la casa, levantarse temprano, no llegar pasadas las diez de la noche. El cuarto en el que habitaban era pequeño, pero entraba la luz lo suficiente como para verse las caras. Ella se adelantaba con las tazas de té y servía; la abuela la dejaba hacer observándola desde un rincón. Aplastada en la cama, simplemente dirigía los movimientos. Que se hiciera la loca, no era problema de nadie. Al fin y al cabo estaba en su derecho. Las manos frágiles que alguna vez le sirvieron para lavar ropa y manipular ollas ajenas, ahora tenían otro propósito: acopiar mercancía. Y solía hacerlo todos los viernes por la mañana, apenas abría los ojos, sorbiendo el té caliente que ella le alcanzaba. «Esto se lo llevas al Manotas», dijo, una vez armado el paquete con los envoltorios que ocultaba debajo del colchón. «Será por la tarde porque ahorita me voy con la China a la playa», dijo ella. «¡No me jodas!», estalló la abuela. «Primero haz el mandado y después te puedes ir a la mierda si quieres». «Pero tú me dijiste...», se quejó ella. «¡Nada! Necesito ese billete al toque —la abuela escupió hacia un costado—. Ni que te fueras a la punta del cerro, carajo».
Ella sabía que era inútil discutir, de modo que cogió el paquete y, antes de ir donde el Manotas, fue a buscar a la China. Eran uña y mugre, las únicas que compartían enamorado en sexto grado de primaria. En vez de tocar, le silbó bajo su ventana. La China apareció con el cabello alborotado. «Estamos piñas», dijo ella. «Mi abuela de mierda quiere que le haga ahorita su recado, así que iremos a bañarnos más tarde». «Okey, pasas por mí», dijo la China.
Ella asintió. La abuela siempre le malograba los planes. Emprendió la marcha sin muchas ganas, internándose en un pasaje que desembocaba en el conjunto de casas que iniciaba el verdadero camino hacia la vivienda del Manotas. Era buen cliente, pagaba sin chistar, no se hacía problemas porque sabía que en los colegios del barrio duplicaría su inversión. Para hacer más entretenido el trayecto, ella cogió al vuelo una tonada de Héctor Lavoe y fue cantando en su interior mientras atravesaba el vecindario. Se entretuvo con los perros desnutridos que le salían al paso, con los letreros de ofertas colgados en tienduchas y quioscos; a mitad del recorrido, sintió que alguien la seguía; un tramo más allá, el negro Cortijo se le acercó. «¿Y tu abuela?». «En mi casa». «¿Y qué haces por acá?». «Vagando». «Vas donde el Manotas, ¿no?». «Sí». «Dile de mi parte a ese huevón que me pague lo que me debe». «Dígaselo usted; no soy su recadera».
El negro Cortijo la zarandeó. «Mocosa de mierda, no te hagas la pendeja conmigo, ¿ah?». Ella sabía de sus mañas, de sus tropelías; cada vez que lo veía por la calle, se mantenía a buen recaudo. Estaba consciente de lo que era capaz, de lo que le había hecho a la China, por eso lo detestaba, le guardaba rencor. «Aunque, ahora que lo pienso, me has dado una buena idea», dijo el negro Cortijo, soltándola.
Ella se tocó el brazo adolorido y continuó andando. Menos mal que tenía el paquete bien oculto, porque de lo contrario seguramente el negro Cortijo se lo hubiera quitado. Avanzó otro largo trecho, cruzó calles sin pavimentar, subió una pequeña pendiente, rebasó quioscos, talleres, una tapicería. Al término de un cementerio de ómnibus herrumbrosos, se metió por un callejón que conducía finalmente a la casa del Manotas. Tocó la puerta de calamina; nadie respondió. Cuando iba a tocar de nuevo, el negro Cortijo le abrió y, ante su sorpresa, la metió a empellones dentro de la vivienda. «Bien, haz tu entrega», dijo. Ella vio a su alrededor y notó un desorden excesivo, fuera de lo común. «¿Y el Manotas?». «Salió; me ha encargado que reciba su pedido». «No es cierto», dijo ella. «¿Dónde está?». «Será mejor que me des el paquete de una vez...», el negro Cortijo comenzó a impacientarse. «No, quiero ver al Manotas», dijo ella. «¡El paquete, carajo!».
Ella siguió negando con la cabeza, hasta que el negro Cortijo se le fue encima. Empezó a palparla, a meter su mano bajo la vestimenta, en busca del ansiado paquete. Cuando lo encontró, sonrió satisfecho, mirándolo por ambos lados, sopesándolo, y sin soltar a la mensajera. «Ahí lo tiene, ¿no? Ahora suélteme», dijo ella. Pero el negro Cortijo no la soltó. Estaban tan pegados, sentía tan cerca el calor de su cuerpo, que se arrebató. A la fuerza, la volteó, le bajó las prendas de un solo tirón y la redujo sin piedad, babeándole al oído mientras ella chillaba con desesperación, aterrada con lo que estaba pasando. Un miedo infinito la colmó en aquel momento, sollozando por el terrible peso que la lastimaba; sin embargo, aun estando así sometida, la idea de luchar, de acumular valor y energía, no se apartó de su mente. De modo que cuando él aflojó un poco y descuidó la presión sobre los brazos entumecidos, ella, que había estado viendo qué objeto contundente tenía al alcance de la mano, cogió la plancha arrumada entre cachivaches y, de un certero golpe de media vuelta, la estampó en la cabeza del negro Cortijo. Como si un rayo le hubiera caído del cielo, éste no tuvo tiempo de reaccionar, ni siquiera de saber qué pasaba, yendo a parar de bruces, los ojos en blanco, contra el piso. Ella entonces comenzó a gritar, a tocarse nerviosamente el cuerpo. Corrió hacia la cocina, volvió con un cuchillo, miró al hombre tirado boca arriba con la bragueta abierta y, sin vacilación alguna, le cercenó el pene. La sangre que brotó con el primer corte no la amilanó en absoluto; al contrario, le infundió más valor para seguir adelante. Luego bajó sus pantalones, le dio vuelta y, mientras lo insultaba, mientras lo escupía y lo pateaba sin cesar, fue introduciendo un palo de escoba entre sus piernas. «Esto es por mí y por la China», dijo. No podía saber con certeza si la oía, pero tampoco le importó. Antes de abandonar la vivienda, recogió el paquete, se arregló la ropa y birló aun el dinero hurtado que el negro Cortijo tenía en los bolsillos.

Carlos Rengifo, Caperucita feroz.

UN CHARQUITO

Mi vida es un hoyito cavado en la arena de una playa por las manos de un niño novillero; un charquito minúsculo y maligno que deforma de arriba abajo la imagen de los señores que riñen a los niños novilleros, la imagen de los señores respetables que vienen a la playa e infestan los aires del mar —tan limpios, tan brillantes— con sus horribles olores de oficina. Así es mi vida, Catita, un charquito en una playa, ya ves tú que no puedo entristecerme. Me deshace la pleamar, pero otro niño novillero me cava otra vez en otro punto de la playa, y yo no existo por algunos días, y en ellos aprendo siempre de nuevo la alegría de no existir y la de resucitar. Y yo soy el niño novillero que cava su vida en las arenas de una playa. Y yo sé la locura de oponer la vida al destino, porque el destino no es sino el deseo que sentimos alternativamente de morir y de resucitar. El horror de la muerte para mí no es sino la certeza de no poder resucitar nunca, ese eterno aburrirme de estar muerto. ¡Ah, Catita, no leas libros tristes, y los alegres tampoco los leas! No hay más alegría que la de ser un hoyito lleno de agua del mar en una playa, un hoyito que deshace la pleamar, un hoyito lleno de agua del mar en que flota un barquito de papel. Vivir no es sino ser un niño novillero que hace y deshace su vida en las arenas de una playa, y no hay más dolor que ser un hoyito lleno de agua de mar en una playa que se aburre de serlo, o de ser uno que se deshace demasiado pronto. Catita, no leas el destino en las estrellas. Ellas saben de él tan poco como tú. A veces coincide el charquito de mi vida con la plomada de alguna de ellas, y a más de una la he tenido sincera y plena en mi gota de agua. Catita, las estrellas no saben nada de lo que atañe a las muchachas. Ellas mismas no son quizá sino muchachas con enamorado, con mamá y con dirección espiritual. Lo que tú descifras en ellas no son sino tus propias inquietudes, tus alegrías, tus tristezas. Las estrellas tienen, además, una belleza demasiado provinciana, yo no sé... demasiado ingenua, demasiado verdadera... Las pobres imitan la manera de mirar de vosotras. Tu estrella no es, sin duda, sino una estrella que mira como tú miras, y su parpadeo no es sino fatiga de mirar de una manera que nada tiene que ver con sus sentimientos. Catita... Catita, ¿por qué ha de estar tu destino en el cielo? Tu destino está aquí en la Tierra, y yo lo tengo en mis manos, y yo siento un terrible deseo de arrojarlo al mar, por sobre la baranda. Pero no. ¿Qué serías tú sin tu destino? Tu destino acaso es ser un charquito en una playa del mar, un charquito lleno de agua de mar, pero sí un charquito en que hay, no un barquito de papel, sino un pececito que arrojó en él una ola gorda y bruta.

Martín Adán, La casa de cartón.

AULLIDO FEMINISTA

Vivir en esta sociedad significa, con suerte, morir de aburrimiento; nada concierne a las mujeres; pero, a las dotadas de una mente cívica, de sentido de la responsabilidad y de la búsqueda de emociones, les queda una —sólo una única— posibilidad: destruir el gobierno, eliminar el sistema monetario, instaurar la automatización total y destruir al sexo masculino.
Hoy, gracias a la técnica, es posible reproducir la raza humana sin ayuda de los hombres (y, también, sin la ayuda de las mujeres). Es necesario empezar ahora, ya. El macho es un accidente biológico: el gene Y (masculino) no es otra cosa que un gene X (femenino) incompleto, es decir, posee una serie incompleta de cromosomas. Para decirlo con otras palabras, el macho es una mujer inacabada, un aborto ambulante, un aborto en fase gene. Ser macho es ser deficiente; un deficiente con la sensibilidad limitada. La virilidad es una deficiencia orgánica, una enfermedad; los machos son lisiados emocionales.
El hombre es un egocéntrico total, un prisionero de sí mismo incapaz de compartir o de identificarse con los demás, incapaz de sentir amor, amistad, afecto o ternura. Es un elemento absolutamente aislado, inepto para relacionarse con los otros, sus reacciones no son cerebrales sino viscerales; su inteligencia sólo le sirve como instrumento para satisfacer sus inclinaciones y sus necesidades. No puede experimentar las pasiones de la mente o las vibraciones intelectuales, solamente le interesan sus propias sensaciones físicas. Es un muerto viviente, una masa insensible imposibilitada para dar, o recibir, placer o felicidad. En consecuencia, y en el mejor de los casos, es el colmo del aburrimiento; sólo es una burbuja inofensiva, pues únicamente aquellos capaces de absorberse en otros poseen encanto. Atrapado a medio camino en esta zona crepuscular extendida entre los seres humanos y los simios, su posición es mucho más desventajosa que la de los simios: al contrario de éstos, presenta un conjunto de sentimientos negativos —odio, celos, desprecio, asco, culpa, vergüenza, duda— y, lo que es peor: plena conciencia de lo que es y no es.
A pesar de ser total o sólo físico, el hombre no sirve ni para semental. Aunque posea una profesionalidad técnica —y muy pocos hombres la dominan— es, lo primero ante todo, incapaz de sensualidad, de lujuria, de humor: si logra experimentarlo, la culpa lo devora, le devora la vergüenza, el miedo y la inseguridad (sentimientos tan profundamente arraigados en la naturaleza masculina que ni el más diáfano de los aprendizajes podría desplazar). En segundo lugar, el placer que alcanza se acerca a nada. Y finalmente, obsesionado en la ejecución del acto por quedar bien, por realizar una exhibición estelar, un excelente trabajo de artesanía, nunca llega a armonizar con su pareja. Llamar animal a un hombre es halagarlo demasiado; es una máquina, un consolador ambulante. A menudo se dice que los hombres utilizan a las mujeres. ¿Utilizarlas, para qué? En todo caso, y a buen seguro, no para sentir placer.
Egocéntrico absoluto, el macho se pasa la vida intentando completarse, convertirse en mujer. Por tal razón acecha constantemente, fraterniza, trata de vivir y de fusionarse con la mujer. Se arroga todas las características femeninas: fuerza emocional e independencia, fortaleza, dinamismo, decisión, frialdad, profundidad de carácter, afirmación del yo, etc. En otras palabras, las mujeres no envidian el pene, pero los hombres envidian la vagina. En cuanto el macho decide aceptar su pasividad, se define a sí mismo como mujer (tanto los hombres como las mujeres piensan que los hombres son mujeres y las mujeres son hombres) y se convierte en un travesti, pierde su deseo de fornicar (o de lo que sea; por otra parte queda satisfecho con su papel de loca buscona) y se hace castrar. La ilusión de ser una mujer le proporciona una sexualidad difusa y prolongada. Para el hombre, fornicar es una defensa contra el deseo de ser mujer. El sexo en sí mismo es una sublimación. Su obsesión por compensar el hecho de no ser mujer y su incapacidad para comunicarse o para destruir, le ha permitido hacer del mundo un montón de mierda.

Valerie Solanas, Manifiesto SCUM (fragmento).

MUÑECA TRISTE

Nuestra naturaleza tiende a expulsar el dolor, no a conservarlo. A los tres días de la muerte de T. pienso menos en ella y cuando lo hago no siento ya esa opresión en el pecho, en la garganta, esa opresión que de no dominarla se extiende rápidamente hacia la cara, deforma nuestros rasgos y se convierte en llanto. El dolor lo vamos echando por pequeños paquetes y sólo queda en nosotros el estupor, la indignación.
Una niña de ocho años, hermosísima, mimada, hija única de padres que la adoraban, padres inteligentes, hermosos también, de una posición holgada, que le garantizaban a su hija una vida que sería imposible predecir feliz pero sí provista de todas las cartas para que no fuera desgraciada. Y esta niña es súbitamente víctima de una enfermedad incurable. En un año, entre estadas y salidas del hospital, mejorías y recaídas, va perdiendo su belleza, sus cabellos, su vida, hasta convertirse en una muñequita triste, huesitos y piel transparente que, aterrada, no acierta a explicarse lo que le sucede, no comprende por qué antes corría, jugaba, saltaba por parques, playas y jardines con otros niños y ahora tiene que estar en ese cuarto de hospital, sin poder moverse de la cama, rodeada de enfermeras, de hombres vestidos de blanco que la observan, la palpan, la punzan y de sus padres que cada vez hablan menos, que envejecen cada día a su cabecera, que la miran convulsivamente, como algo que va dejando de ser suyo. Ignorante, inocente, está ya mordida por la muerte y un día, de pronto, ya no vuelve a ver a sus padres, ni el oso de peluche con que dormía, ni ese librito con figuras, ni la jeringa que temía, ni nada. Toda ánima, todo soplo la abandona, queda arrugada, hueca, vana, pura envoltura, como un globo de fiesta desinflado.
La última vez que la vi, antes de su entrada definitiva al hospital, fue en su casa. Ya entonces, a pesar de una leve mejoría, se diría que no vivía sino que mimaba la vida. Le habían comprado un disfraz de española. Encantada se lo puso y dio un paseo por la sala, representando así fugaz, vicariamente un papel de adulta, de una adultez que nunca llegaría.
¿Por qué nos aflige tanto la muerte de un niño? ¿No es acaso lo mismo morir a los ocho años que a los treinta o los cincuenta? No, porque con los niños muere un proyecto, una posibilidad, mientras que con los adultos muere algo ya consumado. La muerte de un niño es un despilfarro de la naturaleza, la de un adulto el precio que se paga por un bien que se disfrutó.

Julio Ramón Ribeyro, Prosas apátridas.

CONFESIÓN

Niñas descalzas por la calle
andando por el horizonte
contigo
(y también sin ti)

creyendo
poseer (te)
con tu sol (edad)
sí, avanza
un paso
más
que da!

Esa sol (edad)
que no carcome mal
más bien
roe bien.
Tu oscuridad (variedades)
en esa platería
en ese pasar (o pesar?)
con tu lápiz
(alguna herramienta que manejes bien)

donde sea.
No importa con tu pesar irónico.
Tu aire tónico
hacia mí.


Gloria Ramos, Confesión alrededor del árbol completo.

Monday, January 01, 2007

PENÉLOPE

La tejedora espera a su amante en los aposentos privados, sus dedos hilan una mortaja de seda para el viejo Laertes, quien avista ya el umbral del cementerio. Puntada tras puntada, ella no urge a su labor —ni falta que le hace—, sumida en la reminiscencia de una armadura guerrera que la sedujo hasta el hechizo y la colmó de ensoñación. Entre sábanas y cortinajes, el tiempo se dilata, agoniza en el reloj de arena; pero el amante no llega, no asoma siquiera la luz de su espada, y con las sombras nocturnales que ya reptan desde el jardín los muros de la fortaleza —cegando a los centinelas, a los custodios miradores—, la tejedora, defraudada, deshace su lienzo bordado durante el día.
De flor y verbo, no hay hombre en la comarca que anhele su hermosura, y los ladinos pretendientes que intentan cortejarla, terminan con el ímpetu ahogado en una copa de vino. Nadie puede doblegar su voluntad, su fe inquebrantable; ella se mantiene firme, oyendo el rumor esperanzador de la naturaleza, mientras oculta la verdadera intención en el solaz tejido que le sirve de pretexto. No duda un solo instante, jamás la aurora ni el atardecer la sorprenden desalentada, pues sabe que el abandono no es digno de quien simboliza la soberanía de Ítaca. Una lágrima tal vez de puro tonta baja de cuando en cuando por su mejilla, un rictus aislado va a posarse en los labios al final de la jornada; sin embargo, aquellos gestos extranjeros no delatan ningún atisbo de impaciencia.
Los años transcurren, y el rito de las manos sobre el telar se repite a diario, naciendo con el sol y feneciendo bajo la luna el sudario del patriarca, y aunque algunas noches la embriaguez del deseo llena de inquietudes el vientre de la tejedora, su fidelidad logra vencer por encima de apetencias terrenales. Entonces, en la soledad del lecho, aborrece la guerra que detiene al amante, la guerra absurda desatada a la distancia que altera y perjudica los signos de la humanidad. Libre a la presunción, atizada por mensajeros que traen en el cansancio imágenes cruentas de la batalla, ella quisiera ayudar de algún modo a poner fin esa matanza, restañar las heridas de los que ofrendan el pecho por una causa celestial; mas solo atina a tejer y destejer el paño mortuorio, abocada al esfuerzo de hilvanar una esperanza, mujer altísima en su tejedura inútil, hypantria cunea entrelazando el camino de la dicha venidera.
Como nada puede ocultarse de los ojos inquisidores, una criada descubre su estratagema, y ella se ve obligada a culminar el telar (lo cual es la tácita aceptación de unas segundas nupcias), hasta que un día de avisos reales, cuando en los pasillos del alcázar un corro de pretendientes discute quién será el elegido, el amante asiste por fin al encuentro, cumple la cita largamente esperada, aunque viene travestido de bohemio y, al grito de ¡evohé!, mata a los pretendientes en un arranque de incontenible furor. Acabada la carnicería, el amante señala con su espada una frontera, a partir de la cual ya nada volverá a ser igual que antes. Avanza enseguida hacia su fiel damisela, a quien coge del talle y conduce a la alcoba, y sobre el lecho inmaculado que ha aguardado tanto tiempo por él, Ulysses inventa un nuevo paraíso en el cuerpo de la amada, una novedosa orgía que explora los límites y horizontes más inaccesibles de la piel, bebiendo a bocanadas el néctar de la tejedora leal, cuyos resuellos y gemidos aún se dejan escuchar en la lejanía.

Carlos Rengifo, La Tejedora.

MUERTE

La ventana se abre sobre los tejados y chimeneas. La buhardilla es estrecha, el menaje pobre, alegre, gustoso. La mujer juega con su marido, ríe, se desliza, le quiebra. El hombre la cerca, la busca, impaciente. Ella, de un salto, se encarama y sienta sobre el barandal del balcón del séptimo piso, las manos bien cogidas al hierro horizontal, las posaderas un tanto salidas hacia fuera. Las faldas se le sobresuben hasta las rodillas descubriendo una liga verde. De pronto, le giran las muñecas, se desfonda, cae hacia atrás horriblemente desfigurada, se hunde. El hombre se precipita hacia el balcón. La mujer va cayendo en el vacío, solo se ven las faldas negras, las piernas claras circundadas, más allá de las corvas, por las ligas verdes. El hombre la ve caer, la ve inmóvilmente caer; la ve caer para toda la vida. La ve llegar al suelo y quedarse allí abajo igual que caía por el aire: la falda negra, las medias pajizas, las ligas verdes. Un instante cree que sueña, que ella se va a levantar, que no ha pasado nada; va a gritar. De repente piensa que, si lo hace, creerán que fueron él o ella: crimen o suicidio. Seguramente se va a levantar. No pasa nadie por la calle. De pronto, de la acera que no ve, surge un hombre que coge a la mujer por los sobacos y la arrastra. Queda una mancha roja, oscura, brillante, enorme. El hombre, el nuestro, baja hundiéndose, cayendo escaleras abajo, de un golpe.

Max Aub, Cuentos.

TENTACION DEL ESCRITOR

Haber escrito algo que te deja como un fusil disparado, todavía sacudido y requemado, vaciado de ti mismo, donde no solo has descargado todo lo que sabes de ti mismo, sino también lo que sospechas y supones, y los sobresaltos, los fantasmas, lo inconsciente —haberlo hecho con larga fatiga y tensión, con cautela de días y temblores y repentinos descubrimientos y el entumecimiento de toda la vida en aquel punto; darse cuenta de que todo esto es como si nada, si una señal humana, una palabra, una presencia no lo acoge —lo calienta— y morir de frío —hablar en el desierto— ser solo noche y día como un muerto.

Cesare Pavese, El oficio de vivir.

SU HORA

Un lunes por la mañana, al amanecer, se oyeron gritos de socorro y disparos. Intentaban averiguar en qué piso había sucedido; oyeron los gritos, e intentaron recordar de quién era la voz —un poco difícil, pues el número de inquilinos en esta casa es muy grande, y además no trataban estrechas relaciones los vecinos entre sí—; por fin se oyó claramente —afirmaba la mayoría— cómo dos personas bajaban apresuradamente la escalera. Por fin se atrevió alguien a salir de su estupor y echarse la bata sobre los hombros para identificar al hombre que, tropezando y cayendo de escalón en escalón, se arrastraba hacia una puerta a medio abrir. Es el señor del tercero el que se arrastra; en realidad le ha tocado a él; la muerte ha venido a despertarlo; su camiseta está roja; la sangre le corre bajo el pantalón del pijama hasta los pies descalzos; se le ha encontrado moribundo; tropieza y se desploma contra la pared y la escalera; quizá las balas —eran seis o cinco; en todo caso, muchas— le han alcanzado en la cara; no grita ya, solo tose y va de una pared del vestíbulo a la otra y rueda por las escaleras; encuentra de nuevo fuerzas para levantarse; es espantoso ver cómo abre la boca ensangrentada bruscamente; quizá quiere indicar los nombres de los asesinos; sí, eran dos; todos saben que eran dos; todos lo han visto, y nadie se ha atrevido a sacar la cabeza por la puerta medio abierta e identificarlos; tenían las pistolas aún en las manos, y balas suficientes para los curiosos; es claro que hubieran disparado como a conejos a aquellos que se hubieran atrevido a mirarlos; eran asesinos; los asesinos matan a cualquiera que sea testigo de sus atrocidades; eran asesinos pagados, posiblemente con máscaras en el rostro. Es horrible ver cómo el hombre intenta una y otra vez guardar el equilibrio agarrándose al pasamanos; se enfurece contra las puertas semiabiertas; se retuerce de nuevo sobre el umbral; cae de cabeza y, por fin, queda inmóvil en un lugar que invitaba a todos los vecinos de la casa a salir de puntillas de sus puertas, acercarse al cadáver ensangrentado y proferir gritos histéricos.

Vagelis Tsakiridis, Protocolo 41.

LA CENIZA

La ceniza, dicen que es la ceniza del brasero, pero no es la ceniza, es mi novia, la ceniza de mi novia, la ceniza es mi novia que tengo aquí guardada en esta cajita de color crepúsculo de otoño, porque yo quemé a mi novia salvándola de las ratas y los gusanos, salvándola de la descomposición de los cuerpos enterrados, porque nacer y morir son dos palabras, pero enterrar a las personas es algo muy sádico, y ella tenía miedo de ser enterrada y yo la quemé antes de morir porque el cáncer la hacía sufrir mucho y le di un largo beso que no le sirvió para nada y muchas pastillas que la durmieron y cuando estaba dormida la rocié bien con gasolina y le prendí fuego y su llama era azul, intensamente azul, más azul que todos los poemas de mi amigo, más azul que todos los cielos del mundo, y cuando llegaron los hombres y las leyes y la civilización; cuando llegaron los hombres del «esto se hace y esto no se hace» me encontraron recogiendo la ceniza que besaba gota a gota hasta llenar con ella la cajita, esta cajita donde canta la ceniza de mi novia como la alondra que cantaba en los lejanos campos de mi infancia.

Manuel Pacheco, Diario del otro loco.

DUENDECILLOS

Cuando cruzaba el Pasamayo
duendes
invadieron
el bus
abrieron la botella de champagne
que traía el más gordito
el de color naranja
entusiasmados cantaban sinfonías hechizadas
un piano gris recorría el bus
jugaban con sus teclas argentadas
preguntaban a cada pasajero
su nombre y apellido
creaban rimas con ellos
y se burlaban de los nombres extraños
el bus volaba sobre el mar perfecto
de las seis de la mañana
tranquilo
divino
brillante
Pacífico
los duendes saltaban al mar
y jugaban en sus olas
con sus manos muy rojitas
hacían hoyos en el agua
y extraían pececitos
con sirenas enamoradas
de sus locuras verdirrojas de cada mes de marzo
cuando tienen permiso de sus padres
para ir a la tierra a fastidiar a los humanos
luego se sentaron sobre el bus
y bailaron cascanueces con las sirenas
los pececitos aplaudían embelesados
por la ternura del momento
después nos miraron por las ventanas
y empezaron a reirse de nuestras caras embobadas
con aires de miedo
el más travieso el gordito de color naranja
nos hacía muecas y mostraba el rabito
con colita de conejo
luego saludaba con su sombrero de paja
a cada uno de los pasajeros y nos daba caramelos
en forma
de luna y cielo
ola y tierra
era el momento más divino que hasta ahora había vivido
siete de la mañana el bus volvió a la ruta
los duendecillos se despidieron y nos dejaron sus e-mails
los muy bandidos tenían la clave secreta
de cada uno de nuestros correos
miré por la ventana el gordito de color naranja
se despidió con un beso y me invitó a su cumpleaños
en el mes de marzo
del año 10006
te estaré esperando me dijo
aquí en el Pasamayo a las seis de la mañana
trae tus poemas
yo te daré mis caramelos
y la magia de los duendes.

Eva Velásquez, Duendes en el bus.

Friday, November 17, 2006

VIRGINIDAD

Al cabo de seis meses de estar en la capital, un ómnibus la trajo de regreso a su tierra. En el terminal, ella llamó por teléfono a su padre. Tenía muy pendiente la severa advertencia que éste le hizo antes de que viajara, por eso le tembló la voz cuando lo escuchó al otro lado de la línea. «Soy yo», dijo. «Acabo de llegar. He venido con una amiga que quiere hospedarse con nosotros. Metió la pata, sí, está embarazada, tiene miedo de verse con sus padres. ¿La puedo llevar? ¿No? Ah, no quieres chicas de ésas en tu casa. Bueno. ¿Yo? Sí, estoy bien. En un rato tomo un taxi y voy para allá». Colgó, se dirigió acariciando su abultado vientre hacia el baño y, en una viga de las literas, se ahorcó.

Carlos Rengifo, Antología de la minificción latinoamericana.

POST SCRIPTUM

Ya con el cañón de la pistola en la boca, apoyado contra el paladar, entre un aceitoso y frío sabor de acero pavonado, sentí la náusea incoercible que me producen todas las frases hechas. «A nadie...»
No temas. No voy a poner aquí tu nombre, tú a quien debo la muerte. La muerte melancólica que me diste hace un año y que yo aplacé lúcidamente para no morir como un loco. ¿Te acuerdas? Me dejaste solo. Boxeador noqueado en su esquina, con la cabeza metida en un cubo de hielo.
Es cierto. Bajo el golpe me sentí desfigurado, confuso, indefinible. Y todavía me veo caminar falsamente, cruzando la calle con el cigarro apagado en la boca, hasta el poste de enfrente.
Llegué a mi casa borracho, volviendo el estómago. De bruces en el lavabo, levanté la cabeza y me vi en el espejo. Tenía una cara de Greco. De bobo de Toledo. Y no quise morirme con ella. Destruyendo esa máscara se me fue todo un año. He recuperado mis facciones, una por una, posando para el cincel de la muerte.
Hay condenados que se salvan en capilla. Yo parezco uno de ésos. Pero no voy a escapar. Disfruto el aplazamiento con los rigores de estilo. Y aquí estoy, todavía vivo, bloqueado por una frase: «no se culpe a nadie...»

Juan José Arreola, Cantos de mal dolor.

LA CAÍDA

Un mismo sueño lo había perseguido durante toda su vida. En realidad eran distintos sueños, pero compartían el mismo final absurdo: siempre terminaba subiendo, desquiciadamente, las escaleras de un viejo edificio hasta ganar la enorme azotea. Llegaba hasta el borde y desde allí contemplaba la ciudad. Sentía el viento acariciando su rostro. Luego fijaba sus ojos hacia abajo y veía, empequeñecidos, a los automóviles y transeúntes que se desplazaban incesantes. El vértigo que le propiciaba imaginarse cayendo lentamente como una hoja de papel lo envolvía de una extraña e infinita embriaguez.
En su niñez se soñaba jugando en el patio de un edificio. En su adolescencia se soñaba leyendo en el balcón de un vetusto hotel. Otras veces, en su juventud, se soñaba retozando con una mujer en un alicaído hostal. Y en lo mejor de los sueños, súbitamente, emprendía la enloquecida carrera hacia la azotea. Ahora se encontraba soñando nuevamente. Había llegado una vez más a la azotea de siempre. Ya estaba en el borde otra vez. Volvió a contemplar la ciudad completa. Volvió a sentir el viento nocturno acariciando su rostro. Fue testigo otra vez del movimiento incesante de los automóviles y los transeúntes. Y volvió a sentir el goce extremo propiciado por el vértigo de sentirse caer irremediablemente. Fue entonces que se entregó al vacío. En una fracción de segundo gozó de un sueño feliz dentro de su propio sueño. Sintió una intensa sensación desconocida por siempre. Luego vino el impacto previsible. Y las luces de la ciudad soñada se apagaron para siempre. Despertó.
La noche siguiente el hombre intentó soñar de manera infructuosa. Deseaba sentir la misma sensación experimentada en el sueño. Anhelaba repetir esa caída una y otra vez. Nunca más volvió a soñar. Pero volvió a sentir la embriaguez conocida en el sueño el día de su muerte. Fue una noche fría. El hombre se dejó caer desde un edifico de su ciudad que, aquella vez, no era soñada por nadie.

Fernando Carrasco Núñez, Los sueños y la muerte.

CAFICHO

Esta no es una historia trágica ni feliz, la que se llevó al «Macho», el hombrecillo que de alcanzador de agua de un próspero burdel, se convirtió en empresario de la mano de una meretriz, a quien antes desposó, una mujer de piel blanca y ojos exageradamente claros.
Fundó un semiprostíbulo y luego un prostíbulo en los extramuros, donde recibía a los parroquianos con una cordialidad inusitada.
—¡Pasen, están en su casa! —decía con una absolución irónica y circense, como cuando se atrevía a dilucidar el arte lúbrico y carnal del fornicio con el arte sensorial que causaba la arquitectura de algunas ciudades por donde su vida de caficho empedernido lo había arrastrado.
Cuestionaba los armatostes que por escultura adornaban las plazuelas mientras sorbía los vasos de cerveza que sus clientes le brindaban, y miraba de cuando en vez el techo de cielo negro de ese antro a veces iluminado por unas chispas de estrella intermitente.
Pero la muerte de «Macho» se tornaba trágica y feliz por un momento; pasada la tempestad del llanto, no era ni lo uno ni lo otro. La vida continuaba, las putas seguían fornicando en ese harén clamoroso, pero la sombra inaudita de su recuerdo parecía hundirse y aflorar en esa vorágine de cuartos con olor a semen, entre jadeos y risotadas exageradas.
A veces, era sorprendido mirando el telediario con mucha atención a través de un televisor blanco y negro ubicado en el pequeño bar, mientras en los pasillos otro de mayor dimensión y a colores emitía las más duras e inenarrables escenas de pornografía. Ese contraste inquietaba con frecuencia a los lascivos asistentes.
Con ironía, los jueves, sentado en un vetusto diván de terciopelo oscuro, decía tratarse de la noche cultural, en tanto daba indicaciones que apagaran la luz «para que no se vieran las palabras» de quienes vociferaban aturdidos mientras amasaban unas nalgas relucientes.
Entrada la medianoche, aquel fornicio se colmaba de personajes indescriptibles.
Destacaban, entre esa variada caterva: pintores, poetas y músicos…
Al mando de Panchito, un frustrado estudiante del conservatorio, con los huaynocumbias de moda que emitía las cuerdas de su vieja arpa, hacía zapatear a las prostitutas con sus ocasionales maridos, iniciando así el «salón» que se prolongaba hasta rayar el alba.
Sólo «Macho», aquel hombrecillo de aspecto melancólico y actitudes extrañas, jubiloso, permitía que la fiesta prostibularia tuviera matices de lo nuestro. Aquél permitía también que poetas, músicos y meretrices desnudos leyeran poesía a viva voz, como antesala de una soberana cópula.

Teófilo Villacorta Cahuide, Bragas rojas.

LA HISTORIA

Había decidido pasar a la historia. No podía evitarlo. Después de leer las hazañas de César, las victorias de Napoleón y la promesa trágica de Churchill no tenía opción; la historia me esperaba. Pero, ¿por dónde empezaría? Las ideas bullían en mi cabeza, no tenía algo seguro; y si en algún momento me detenía en abrazar un proyecto, luego lo desechaba: no me sentía capaz. Salí a caminar. En el trayecto me encontré con un amigo. Le hablé de mi obsesión. «Nuestra vida moderna ofrece poco por hacer —me dijo—, las guerras ya no son bien vistas y con el uso de la tecnología se ha eliminado el heroísmo», y concluyó por decirme: «Puedes volverte futbolista, eso es algo que a la gente le gusta ahora». No quedé conforme con su consejo. Era delgado y, además, no tenía habilidad para patear la pelota. Deambulando, encontré sentada en la Plaza Italia a la señora Arnalda, maestra jubilada de sesenta años, quien me inspiraba confianza. La saludé y me senté a su lado. Me escuchó, con las manos quietas y mirándome fijamente. Al final, con su voz de profeta, me dijo: «Lo que puedes hacer es aprender el idioma francés y estudiar para peluquero. Eso da mucho dinero en París. Te vuelves estilista internacional. Y eso no es sólo trabajo de mujeres, también los hombres lo hacen», y agitando su mano frente a mí, señalándome con su dedo índice, agregó: «Hazlo; yo sé que eres un hombre inteligente y que me vas a hacer caso». «Gracias, gracias», le dije, y me alejé presuroso. Esa idea, más que alentarme, me amargaba. «¡Vieja idiota!. Después de leer la campaña de César, las victorias de Napoleón y la promesa trágica de Churchill, ¿ir a terminar cortando pelo a la “hight life” de la sociedad moderna? ¡Loca, vieja loca! Quiere convertirme en amanerado. Ese trabajo es para maricones, no para hombres».
Seguí caminando...

Jack James Flores, Relatos Inolvidables (fragmento).